Estimados todos.
Como es mi costumbre, estoy en el ojo de la tormenta. Actualmente se debate la "ley homosexual" y ya el país está dividido entre moralistas e inmorales y tolerantes e intolerantes. Es imposible que exista un debate alturado en un tema que desata pasiones aún bajo la sotana, lugar donde supuestamente, "no se debería arder de pasión".
Coincido plenamente con el autor del artículo- que reproduzco íntegramente seguida de éstas pocas líneas- y no porque sea mi esposo. En mi nada humilde opinión el Estado no puede hacer juicios sobre lo que es moral o inmoral, sino sobre lo que es legal o ilegal. El Perú es un estado democrático, de derecho, donde todos debemos ser iguales ante la ley, como lo somos ante los ojos de Dios. Independientemente de nuestras creencias o de lo que consideremos moral o inmoral, negarle derechos civiles a alguien porque no estemos de acuerdo con su vida (sus elecciones o decisiones), también es inmoral. Mientras nuestro país se llame Perú y no Vaticano, las opiniones de líderes eclesiásticos de cualquier denominación o creencia serán simplemente eso: opiniones, posturas o juicios de valor...
Otro si digo...Lo que propone el congresista Bruce es la "unión civil entre personas del mismo sexo" y recalcamos civil. No está pidiendo en modo alguno que la iglesia realice matrimonios homosexuales. No está pidiendo que la iglesia católica o evangélica o budista, acepe cambiar sus dogmas y creencias o bajar sus estándares morales. NO! Lo que se pide es otorgarles derechos. Los mismos derechos de los que gozamos tú y yo; negros, blancos, chinos, cholos o mestizos; católicos, protestantes, budistas o ateos. Lo que se pide es que todos los peruanos por el simple hecho de ser peruanos y seres humanos puedan gozar de sus derechos civiles. Y recalcamos, civiles.
Somos un Estado de derecho, democrático y laico, donde ninguna denominación religiosa tiene (hasta el momento) poder civil. Es el Estado Peruano el que otorga o niega derechos, no las iglesias, curas, pastores o gurús. Negar derechos por juicios de moralidad o más bien debería decir "supuesta superioridad moral" es tan inmoral como la discriminación racial o la esclavitud.
A César lo que es del César y a Dios o que es de Dios....
Si pues, aunque me excomulguen....
Escribe Manuel Cadenas Mujica
¿Tiene algo que decir un cristiano en el debate desatado por el proyecto de ley que ha presentado el congresista Carlos Bruce sobre la unión civil homosexual? Estoy seguro que todos diremos que sí.
Convencidos plenamente de tener toda la verdad de Dios en Jesucristo y su Palabra, nos manifestaremos en contra; diremos que un cristiano no puede aprobar una medida legal que atropella el modelo que Dios estableció para el matrimonio de hombre y mujer, porque así nos creó en el Edén, varón y hembra; argumentaremos sobre el declive moral de la sociedad y la familia si esa unión se permite; atribuiremos esta clase de propuestas a la influencia satánica y al advenimiento del día final. Pero en mi caso, sin negar varias de estas afirmaciones que conforman la cosmovisión cristiana, permítanme disentir.
Soy cristiano, evangélico, protestante, pero estoy convencido de que una ley de esa naturaleza es justa y si alguna objeción hemos de tener como ciudadanos, esta no se ha de sustentar en los principios bíblicos, la tradición o cualquier otra forma de normatividad cristiana. Espero poder explicar con claridad por qué.
Sin duda, es un tema extremadamente sensible tanto para la cristiandad en general como para la comunidad gay. Las acusaciones van y vienen desde ambas orillas. La cristiandad es acusada, en muchos casos no sin razón pero en otra gran proporción injustamente, de homofóbica. La comunidad gay, por su parte, recibe una andanada de epítetos francamente discriminadores, aunque sea cierto que también devuelva no pocas veces intolerancia por intolerancia.
LA RAÍZ HISTÓRICA
Como escritor cristiano, me corresponde hacer una autoevaluación de las razones que esgrime la cristiandad para oponerse al establecimiento de una unión civil para los homosexuales. He leído estupendos artículos a favor de esta medida legal, como los de la periodista Milagros Leiva, pero su abordaje se realiza desde una perspectiva laica y muy emotiva, sin que esto le quite ningún mérito. Me toca más bien tratar el tema desde un horizonte teológico, histórico y filosófico que, espero, permita a otros cristianos (principalmente evangélicos y protestantes) una reflexión, antes que una mera reacción, si esto fuera posible (permítaseme la utopía).
Gran parte de los dilemas éticos modernos por los que atraviesa la cristiandad se han originado en una situación histórica cuyos alcances no terminan de influir poderosamente tanto en los sectores católicos como no católicos: la pretensión de supremacía del poder espiritual sobre el poder temporal. Recordemos que durante largos siglos, desde que Constantino estableciera al cristianismo como la religión oficial del imperio y sobre todo luego de la caída de Roma occidental (476 d.C) hasta entrada la Edad Moderna, la cosmovisión cristiana fue hegemónica en el mundo occidental, y el poder “espiritual” se consubstanció con el poder temporal en Occidente.
Anacrónicamente podemos ser muy severos en cuestionar esa identificación, pero recordemos que fue una necesidad histórica que las autoridades de la Iglesia occidental asumieran la dirección política de Europa, derrumbado el edificio de la Roma imperial. Esa circunstancia fue interpretada teológicamente como el advenimiento del Reino de Dios (léase a Agustín y la Ciudad de Dios). De ese modo, la legislación civil se hizo una con la legislación religiosa, hasta que el Renacimiento, la Reforma Protestante y la Ilustración pusieran en tela de juicio esa pretendida identidad, anunciado la era que vivimos de separación de poderes civiles (temporales) y religiosos.
No es necesario explicar por qué el Renacimiento y la Ilustración impulsaron este cambio de cosmovisión. No obstante la iglesia protestante y evangélica olvida muchas veces que la raíz de su existencia se origina en un cambio de mentalidad teológica que no solo se relaciona al “sola fides, sola gratia, sola scriptura”, sino también a una nueva escatología que rompe con la identificación entre aquella hegemonía católico-romana con el advenimiento del Reino de Dios. Dicho de otro modo, el “ya pero todavía no” del Reino de Dios; la iglesia ya no puede pretender el poder temporal.
Sin embargo, tal división entre el poder temporal y el poder religioso que forma parte de las raíces protestantes no ha sido aceptado nunca del todo por la otra enorme rama de la cristiandad: el catolicismo. Apenas si ha sido tolerado muy a su pesar, y por eso la renuencia a aceptar plenamente el matrimonio civil, que trae como consecuencia la posibilidad del divorcio. En la mentalidad del “Reino de Dios aquí y ahora” el matrimonio civil es inferior al sacramento del matrimonio, y por eso el sacerdote como mediador autorizado ante Dios establece un vínculo mayor indisoluble salvo por su propio poder.
Sirva este ejemplo para afirmar que, entonces, cuando escuchamos a las autoridades religiosas de la iglesia romana negarse rotundamente a la unión civil de homosexuales o al matrimonio homosexual, no tendríamos que asombrarnos: están siendo absolutamente coherentes y consecuentes con la posición histórica de la iglesia católica, matizada por las reflexiones más abiertas y moderna de uno u otro pensador o autoridad, pero inquebrantable a nivel institucional en su pretensión de superioridad del poder espiritual sobre el poder civil.
Sería inconsecuente, en cambio, una posición recalcitrante de protestantes y evangélicos, puesto que en sus raíces históricas se encuentra la separación de estos dos poderes que dieron lugar a las naciones modernas, a las democracias occidentales y a los movimientos liberales (inclusive, a la independencia de las colonias españolas de la Metrópoli), y en esa separación de poderes, compete solo al Estado –laico– atender esta clase de decisiones sobre sus ciudadanos, sin discriminación de su sexo, raza, condición socioeconómica o religión.
Sin embargo, una negativa evangélica puede entenderse como los rezagos de una costumbre arraigada en América del Norte bajo la influencia de los movimientos pietistas y de la tradición católico-romana en América Latina de la que supuestamente se ha independizado en pos de una sola autoridad: la Biblia.
En resumen, los cristianos protestantes y evangélicos van en contra de sus propios principios cuando se niegan a aceptar que la decisión de aprobar la unión civil de homosexuales sea exclusiva del Estado laico. En cambio, los cristianos católicos son consecuentes cuando se oponen a ello. Pero en ambos casos, lo concreto es que vivimos en una sociedad laica y, más allá de nuestras creencias y convicciones, corresponde respetar la cosmovisión ajena y la decisión de las autoridades.
CHOQUE DE COSMOVISIONES
Por otra parte, sobre esa cosmovisión cristiana, existe mucha desinformación tanto en la cristiandad como en los sectores no cristianos. Quiero limitarme a lo que enseña la Escritura, por ser el territorio que mejor conozco, y que en teoría es que el que aceptan las iglesias evangélicas y protestantes.
Según las Escrituras, la existencia de la humanidad es obra de la inteligencia y voluntad divinas. Es decir, un acto de creación, tal cual se expresa en el libro de Génesis. Y esa creación original del género humano, en perfecta armonía con la voluntad divina, se establece en una dualidad complementaria: hombre y mujer, intrínsecamente asociada a la masculinidad y feminidad. No existe en el pensamiento bíblico disociación al respecto; vale decir, que la voluntad divina solo admite masculinidad en el hombre y feminidad en la mujer y la unión sexual exclusiva heterosexual.
No obstante, a lo largo del Antiguo Testamento, hay un amplio registro de la orientación homosexual, sin que esto signifique su tolerancia en términos religiosos. Es decir, la orientación homosexual no es aprobada como expresión de la voluntad de Dios, sino todo lo contrario: se reseña como contraria a ella, y en el antiguo Israel (una teocracia, donde el poder civil y religioso eran uno solo) era ilegal, un delito severamente penado. Con un matiz diferente se piensa en el Nuevo Testamento. En una cultura que permitía abiertamente la homosexualidad como era la greco-romana, Pablo incluye la vivencia homosexual en la lista de conductas desaprobadas por Dios (pecados) y que impedirán la admisión en el Reino de Jesucristo, aunque tengan aprobación legal.
A la mentalidad moderna, esto debe sonar bastante retrógrado y hacerle muy mala publicidad a la causa de Dios. Pero, sin por ello dorar la píldora, es necesario realizar algunas aclaraciones sobre inferencias que, a mi parecer, son las que en verdad ocasionan gran parte de las susceptibilidades y malos entendidos.
En primer lugar, la palabra “pecado” lleva en sí una carga semántica que ha sido estirada de una manera impropia, usándosele para satanizar algunas conductas y pasar por agua tibia otras (pecados veniales y pecados mortales). Como cualquier exégeta de la Escritura sabe, la acepción más ampliamente registrada es la de “no dar en el blanco”. Esto quiere decir, que la conducta conocida como pecado hace referencia a una conducta o acción humana que apunta en una dirección contraria a la que Dios desea. Y, en una segunda acepción, señala a las tendencias naturales, innatas, genéticas del ser humano que se dirigen hacia aquellas conductas reñidas con la voluntad divina, sin que pueda hacer mucho por evitarlas.
En ese sentido, cuando se habla hoy de la homosexualidad como una orientación sexual innata, aprendida, decidida o aceptada por un ser humano, se equivocan los cristianos que preferirían verla como una “aberración” o una “desviación” antinatural, fruto de violaciones, mala crianza, malos ejemplos o cualquier otra causa. Todo lo contrario: es una orientación totalmente natural de algunos seres humanos.
Lo que la Biblia enseña es que esa orientación natural no comulga con la voluntad divina. Se trata de una valoración moral de esa conducta y orientación, no de una interpretación sicológica. Se trata de una valoración moral a partir de una interpretación antropológica, puesto que nace de lo que la Escritura concibe como ser humano. No se trata de una valoración legal, mucho menos de una valoración existencial.
Vale decir, el hecho de que para los cristianos la Biblia enseñe que la homosexualidad no es una conducta y orientación que Dios apruebe, no quiere decir que Dios haya dado facultades a los cristianos para maltratar, segregar, menospreciar, caricaturizar y negar sus derechos a quienes han decidido que esa es la orientación que quieren darle a sus vidas, porque ni Dios mismo lo hace. Dios expresa en las Escrituras cómo Él quisiera que los seres humanos decidan vivir, pero no impone su voluntad; deja a los seres humanos decidirlo libremente y asumir las consecuencias de sus decisiones. Y algo más importante aún: Jesús expresa que sea cual fuere la decisión que el ser humano tome, lo ama profunda e incondicionalmente, y siempre estará a la espera de que decida lo contrario.
LA PAJA EN EL OJO AJENO
Lastimosamente, y lo digo con no poca vergüenza, los cristianos de todas las confesiones hemos asumido, muchas veces, una absurda actitud de superioridad moral que es completamente contraria a las enseñanzas de Jesús. Como si el hecho de ser cristianos nos confiriera algún tipo de autoridad intrínseca para mirar en la paja del ojo ajeno. Nuestro Maestro nos dice que mejor miremos primero la viga que está en el nuestro.
¿No hay cristianos homosexuales? Preciso aún más la pregunta: ¿acaso no hay cristianos en cuyo interior la demanda homosexual natural, innata, genética, está también presente? Claro que sí. La única diferencia es que, a diferencia de otros seres humanos que han tomado la decisión de vivir en consecuencia con esa orientación, de dejarla aflorar y desarrollarse libremente, los cristianos con tendencia homosexual tomaron la decisión contraria, en su convicción de que prefieren armonizar sus vidas con la voluntad de Dios expresada en las Escrituras, aunque ello implique no pocos conflictos y luchas interiores, para las que se saben asistidos por el poder divino del Espíritu de Cristo que vive en ellos.
Sin duda, esto parecerá una reverenda estupidez para quien no tiene esa misma convicción (o no cree en la existencia del Dios de la Biblia) y será considerado un suicidio emocional para los partidarios de que la más saludable decisión es vivir en concordancia con su orientación homosexual. Pero es aquí donde debe venir en auxilio la otra cara de la tolerancia: esta es una decisión que también debe respetarse, sin caricaturizarla ni ridiculizarla.
Así como el cristiano debe rehuir a la vanidosa pretensión de superioridad moral por considerar que a la luz de la Biblia la orientación homosexual no “da en el blanco” de la voluntad divina (como muchas otras orientaciones de la naturaleza humana), y debe abstenerse de negar a otros seres humanos los mismos derechos legales de los que él goza (la unión civil y el matrimonio, por ejemplo); tampoco el no cristiano debe pretender que el cristianismo abjure de sus creencias para ir en pos de lo “políticamente correcto”.
Para resumir, cito a mi esposa, con quien coincidimos en estas apreciaciones: “El Estado no puede hacer juicios sobre lo que es moral o inmoral, sino sobre lo que es legal o ilegal. El Perú es un estado democrático, de derecho, donde todos debemos ser iguales ante la ley, como lo somos ante los ojos de Dios. Independientemente de nuestras creencias o de lo que consideremos moral o inmoral, negarle derechos civiles a alguien porque no estemos de acuerdo con su vida, también es inmoral. Mientras nuestro país se llame Perú y no Vaticano, las opiniones de líderes eclesiásticos de cualquier denominación o creencia serán simplemente eso: opiniones, posturas o juicios de valor”.
Convencidos plenamente de tener toda la verdad de Dios en Jesucristo y su Palabra, nos manifestaremos en contra; diremos que un cristiano no puede aprobar una medida legal que atropella el modelo que Dios estableció para el matrimonio de hombre y mujer, porque así nos creó en el Edén, varón y hembra; argumentaremos sobre el declive moral de la sociedad y la familia si esa unión se permite; atribuiremos esta clase de propuestas a la influencia satánica y al advenimiento del día final. Pero en mi caso, sin negar varias de estas afirmaciones que conforman la cosmovisión cristiana, permítanme disentir.
Soy cristiano, evangélico, protestante, pero estoy convencido de que una ley de esa naturaleza es justa y si alguna objeción hemos de tener como ciudadanos, esta no se ha de sustentar en los principios bíblicos, la tradición o cualquier otra forma de normatividad cristiana. Espero poder explicar con claridad por qué.
Sin duda, es un tema extremadamente sensible tanto para la cristiandad en general como para la comunidad gay. Las acusaciones van y vienen desde ambas orillas. La cristiandad es acusada, en muchos casos no sin razón pero en otra gran proporción injustamente, de homofóbica. La comunidad gay, por su parte, recibe una andanada de epítetos francamente discriminadores, aunque sea cierto que también devuelva no pocas veces intolerancia por intolerancia.
LA RAÍZ HISTÓRICA
Como escritor cristiano, me corresponde hacer una autoevaluación de las razones que esgrime la cristiandad para oponerse al establecimiento de una unión civil para los homosexuales. He leído estupendos artículos a favor de esta medida legal, como los de la periodista Milagros Leiva, pero su abordaje se realiza desde una perspectiva laica y muy emotiva, sin que esto le quite ningún mérito. Me toca más bien tratar el tema desde un horizonte teológico, histórico y filosófico que, espero, permita a otros cristianos (principalmente evangélicos y protestantes) una reflexión, antes que una mera reacción, si esto fuera posible (permítaseme la utopía).
Gran parte de los dilemas éticos modernos por los que atraviesa la cristiandad se han originado en una situación histórica cuyos alcances no terminan de influir poderosamente tanto en los sectores católicos como no católicos: la pretensión de supremacía del poder espiritual sobre el poder temporal. Recordemos que durante largos siglos, desde que Constantino estableciera al cristianismo como la religión oficial del imperio y sobre todo luego de la caída de Roma occidental (476 d.C) hasta entrada la Edad Moderna, la cosmovisión cristiana fue hegemónica en el mundo occidental, y el poder “espiritual” se consubstanció con el poder temporal en Occidente.
Anacrónicamente podemos ser muy severos en cuestionar esa identificación, pero recordemos que fue una necesidad histórica que las autoridades de la Iglesia occidental asumieran la dirección política de Europa, derrumbado el edificio de la Roma imperial. Esa circunstancia fue interpretada teológicamente como el advenimiento del Reino de Dios (léase a Agustín y la Ciudad de Dios). De ese modo, la legislación civil se hizo una con la legislación religiosa, hasta que el Renacimiento, la Reforma Protestante y la Ilustración pusieran en tela de juicio esa pretendida identidad, anunciado la era que vivimos de separación de poderes civiles (temporales) y religiosos.
No es necesario explicar por qué el Renacimiento y la Ilustración impulsaron este cambio de cosmovisión. No obstante la iglesia protestante y evangélica olvida muchas veces que la raíz de su existencia se origina en un cambio de mentalidad teológica que no solo se relaciona al “sola fides, sola gratia, sola scriptura”, sino también a una nueva escatología que rompe con la identificación entre aquella hegemonía católico-romana con el advenimiento del Reino de Dios. Dicho de otro modo, el “ya pero todavía no” del Reino de Dios; la iglesia ya no puede pretender el poder temporal.
Sin embargo, tal división entre el poder temporal y el poder religioso que forma parte de las raíces protestantes no ha sido aceptado nunca del todo por la otra enorme rama de la cristiandad: el catolicismo. Apenas si ha sido tolerado muy a su pesar, y por eso la renuencia a aceptar plenamente el matrimonio civil, que trae como consecuencia la posibilidad del divorcio. En la mentalidad del “Reino de Dios aquí y ahora” el matrimonio civil es inferior al sacramento del matrimonio, y por eso el sacerdote como mediador autorizado ante Dios establece un vínculo mayor indisoluble salvo por su propio poder.
Sirva este ejemplo para afirmar que, entonces, cuando escuchamos a las autoridades religiosas de la iglesia romana negarse rotundamente a la unión civil de homosexuales o al matrimonio homosexual, no tendríamos que asombrarnos: están siendo absolutamente coherentes y consecuentes con la posición histórica de la iglesia católica, matizada por las reflexiones más abiertas y moderna de uno u otro pensador o autoridad, pero inquebrantable a nivel institucional en su pretensión de superioridad del poder espiritual sobre el poder civil.
Sería inconsecuente, en cambio, una posición recalcitrante de protestantes y evangélicos, puesto que en sus raíces históricas se encuentra la separación de estos dos poderes que dieron lugar a las naciones modernas, a las democracias occidentales y a los movimientos liberales (inclusive, a la independencia de las colonias españolas de la Metrópoli), y en esa separación de poderes, compete solo al Estado –laico– atender esta clase de decisiones sobre sus ciudadanos, sin discriminación de su sexo, raza, condición socioeconómica o religión.
Sin embargo, una negativa evangélica puede entenderse como los rezagos de una costumbre arraigada en América del Norte bajo la influencia de los movimientos pietistas y de la tradición católico-romana en América Latina de la que supuestamente se ha independizado en pos de una sola autoridad: la Biblia.
En resumen, los cristianos protestantes y evangélicos van en contra de sus propios principios cuando se niegan a aceptar que la decisión de aprobar la unión civil de homosexuales sea exclusiva del Estado laico. En cambio, los cristianos católicos son consecuentes cuando se oponen a ello. Pero en ambos casos, lo concreto es que vivimos en una sociedad laica y, más allá de nuestras creencias y convicciones, corresponde respetar la cosmovisión ajena y la decisión de las autoridades.
CHOQUE DE COSMOVISIONES
Por otra parte, sobre esa cosmovisión cristiana, existe mucha desinformación tanto en la cristiandad como en los sectores no cristianos. Quiero limitarme a lo que enseña la Escritura, por ser el territorio que mejor conozco, y que en teoría es que el que aceptan las iglesias evangélicas y protestantes.
Según las Escrituras, la existencia de la humanidad es obra de la inteligencia y voluntad divinas. Es decir, un acto de creación, tal cual se expresa en el libro de Génesis. Y esa creación original del género humano, en perfecta armonía con la voluntad divina, se establece en una dualidad complementaria: hombre y mujer, intrínsecamente asociada a la masculinidad y feminidad. No existe en el pensamiento bíblico disociación al respecto; vale decir, que la voluntad divina solo admite masculinidad en el hombre y feminidad en la mujer y la unión sexual exclusiva heterosexual.
No obstante, a lo largo del Antiguo Testamento, hay un amplio registro de la orientación homosexual, sin que esto signifique su tolerancia en términos religiosos. Es decir, la orientación homosexual no es aprobada como expresión de la voluntad de Dios, sino todo lo contrario: se reseña como contraria a ella, y en el antiguo Israel (una teocracia, donde el poder civil y religioso eran uno solo) era ilegal, un delito severamente penado. Con un matiz diferente se piensa en el Nuevo Testamento. En una cultura que permitía abiertamente la homosexualidad como era la greco-romana, Pablo incluye la vivencia homosexual en la lista de conductas desaprobadas por Dios (pecados) y que impedirán la admisión en el Reino de Jesucristo, aunque tengan aprobación legal.
A la mentalidad moderna, esto debe sonar bastante retrógrado y hacerle muy mala publicidad a la causa de Dios. Pero, sin por ello dorar la píldora, es necesario realizar algunas aclaraciones sobre inferencias que, a mi parecer, son las que en verdad ocasionan gran parte de las susceptibilidades y malos entendidos.
En primer lugar, la palabra “pecado” lleva en sí una carga semántica que ha sido estirada de una manera impropia, usándosele para satanizar algunas conductas y pasar por agua tibia otras (pecados veniales y pecados mortales). Como cualquier exégeta de la Escritura sabe, la acepción más ampliamente registrada es la de “no dar en el blanco”. Esto quiere decir, que la conducta conocida como pecado hace referencia a una conducta o acción humana que apunta en una dirección contraria a la que Dios desea. Y, en una segunda acepción, señala a las tendencias naturales, innatas, genéticas del ser humano que se dirigen hacia aquellas conductas reñidas con la voluntad divina, sin que pueda hacer mucho por evitarlas.
En ese sentido, cuando se habla hoy de la homosexualidad como una orientación sexual innata, aprendida, decidida o aceptada por un ser humano, se equivocan los cristianos que preferirían verla como una “aberración” o una “desviación” antinatural, fruto de violaciones, mala crianza, malos ejemplos o cualquier otra causa. Todo lo contrario: es una orientación totalmente natural de algunos seres humanos.
Lo que la Biblia enseña es que esa orientación natural no comulga con la voluntad divina. Se trata de una valoración moral de esa conducta y orientación, no de una interpretación sicológica. Se trata de una valoración moral a partir de una interpretación antropológica, puesto que nace de lo que la Escritura concibe como ser humano. No se trata de una valoración legal, mucho menos de una valoración existencial.
Vale decir, el hecho de que para los cristianos la Biblia enseñe que la homosexualidad no es una conducta y orientación que Dios apruebe, no quiere decir que Dios haya dado facultades a los cristianos para maltratar, segregar, menospreciar, caricaturizar y negar sus derechos a quienes han decidido que esa es la orientación que quieren darle a sus vidas, porque ni Dios mismo lo hace. Dios expresa en las Escrituras cómo Él quisiera que los seres humanos decidan vivir, pero no impone su voluntad; deja a los seres humanos decidirlo libremente y asumir las consecuencias de sus decisiones. Y algo más importante aún: Jesús expresa que sea cual fuere la decisión que el ser humano tome, lo ama profunda e incondicionalmente, y siempre estará a la espera de que decida lo contrario.
LA PAJA EN EL OJO AJENO
Lastimosamente, y lo digo con no poca vergüenza, los cristianos de todas las confesiones hemos asumido, muchas veces, una absurda actitud de superioridad moral que es completamente contraria a las enseñanzas de Jesús. Como si el hecho de ser cristianos nos confiriera algún tipo de autoridad intrínseca para mirar en la paja del ojo ajeno. Nuestro Maestro nos dice que mejor miremos primero la viga que está en el nuestro.
¿No hay cristianos homosexuales? Preciso aún más la pregunta: ¿acaso no hay cristianos en cuyo interior la demanda homosexual natural, innata, genética, está también presente? Claro que sí. La única diferencia es que, a diferencia de otros seres humanos que han tomado la decisión de vivir en consecuencia con esa orientación, de dejarla aflorar y desarrollarse libremente, los cristianos con tendencia homosexual tomaron la decisión contraria, en su convicción de que prefieren armonizar sus vidas con la voluntad de Dios expresada en las Escrituras, aunque ello implique no pocos conflictos y luchas interiores, para las que se saben asistidos por el poder divino del Espíritu de Cristo que vive en ellos.
Sin duda, esto parecerá una reverenda estupidez para quien no tiene esa misma convicción (o no cree en la existencia del Dios de la Biblia) y será considerado un suicidio emocional para los partidarios de que la más saludable decisión es vivir en concordancia con su orientación homosexual. Pero es aquí donde debe venir en auxilio la otra cara de la tolerancia: esta es una decisión que también debe respetarse, sin caricaturizarla ni ridiculizarla.
Así como el cristiano debe rehuir a la vanidosa pretensión de superioridad moral por considerar que a la luz de la Biblia la orientación homosexual no “da en el blanco” de la voluntad divina (como muchas otras orientaciones de la naturaleza humana), y debe abstenerse de negar a otros seres humanos los mismos derechos legales de los que él goza (la unión civil y el matrimonio, por ejemplo); tampoco el no cristiano debe pretender que el cristianismo abjure de sus creencias para ir en pos de lo “políticamente correcto”.
Para resumir, cito a mi esposa, con quien coincidimos en estas apreciaciones: “El Estado no puede hacer juicios sobre lo que es moral o inmoral, sino sobre lo que es legal o ilegal. El Perú es un estado democrático, de derecho, donde todos debemos ser iguales ante la ley, como lo somos ante los ojos de Dios. Independientemente de nuestras creencias o de lo que consideremos moral o inmoral, negarle derechos civiles a alguien porque no estemos de acuerdo con su vida, también es inmoral. Mientras nuestro país se llame Perú y no Vaticano, las opiniones de líderes eclesiásticos de cualquier denominación o creencia serán simplemente eso: opiniones, posturas o juicios de valor”.
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